Los Tigres de Mompracem by Emilio Salgari

Los Tigres de Mompracem by Emilio Salgari

autor:Emilio Salgari [Salgari, Emilio]
La lengua: spa
Format: epub


X. Giro-Batol

El pirata, sin espantarse por aquella brusca intimación, que podía costarle la vida, se volvió lentamente, apretando el sable, dispuesto a servirse de él.

A seis pasos de él, un hombre, un soldado, sin duda el sargento Willis, mencionado poco antes por los dos rastreadores, se había alzado de detrás de un matorral y lo apuntaba fríamente, al parecer resuelto a cumplir al pie de la letra la amenaza.

Lo miró tranquilamente, pero con ojos que despedían extraños resplandores en medio de aquella profunda oscuridad, y prorrumpió en estrepitosas carcajadas.

— ¿De qué os reís? —preguntó el sargento, desconcertado y estupefacto—. Me parece que no es este el momento.

—Río porque me extraña que tú te atrevas a amenazarme de muerte —respondió Sandokán—. ¿Sabes quién soy yo?

—El jefe de los piratas de Mompracem.

— ¿Estás bien seguro de ello? —preguntó Sandokán, cuya voz silbaba de un extraño modo.

— ¡Oh! Apostaría una semana de mi paga contra un penique a que no me equivoco.

— ¡En efecto, yo soy el Tigre de Malasia!

— ¡Ah! …

Los dos hombres, Sandokán burlón, amenazante, seguro de sí, el otro espantado de encontrarse solo ante aquel hombre, cuyo valor era legendario, pero resuelto a no retroceder, se miraron en silencio durante algunos minutos.

—Vamos, Willis, ven a prenderme —dijo Sandokán.

— ¡Willis! —Exclamó el soldado, invadido de un supersticioso terror—. ¿Cómo sabéis mi nombre?

— ¿Qué puede ignorar un hombre escapado del infierno? —dijo el Tigre sonriendo burlonamente.

—Me dais miedo.

— ¡Miedo! —Exclamó Sandokán—. Willis, ¿sabes que veo sangre?…

El soldado, que había bajado el fusil, sorprendido, espantado, no sabiendo ya si tenía delante un hombre o un demonio, retrocedió vivamente, intentando apuntarlo; pero Sandokán, que no lo perdía de vista, en un abrir y cerrar de ojos, se colocó a su lado, arrojándolo a tierra.

— ¡Perdón! ¡Perdón! —balbuceó el pobre sargento, cuando vio ante sí la punta del sable.

—Te perdono la vida.

— ¿Puedo creeros?

—El Tigre de Malasia nunca promete nada en vano. Levántate y escúchame.

El sargento se irguió, temblando, fijando en Sandokán unos ojos espantados.

—Hablad —dijo.

—Te he dicho que te perdono la vida, pero tienes que responderme a todas las preguntas que te haga.

—Decid.

— ¿Hacia dónde creen que he huido?

—Hacia la costa occidental.

— ¿Cuántos hombres hay detrás de mí?

—No puedo decirlo; sería una traición.

—Tienes razón; no te lo reprocho: al contrario, eso me gusta. El sargento lo miro con estupor.

— ¿Qué clase de hombre sois? —le preguntó—. Os creía un miserable asesino, pero veo que todos se equivocan.

—No me importa. Quítate el uniforme.

— ¿Qué queréis hacer con él?

—Me servirá para huir y nada más. ¿Hay soldados indios entre los que me persiguen?

—Sí, los cipayos.

—Está bien; quítatelo y no opongas resistencia, si quieres que nos despidamos como buenos amigos.

El soldado obedeció. Sandokán se vistió el uniforme como pudo, se ciñó la daga y la cartuchera, se puso en la cabeza la gorra y se echó la carabina en bandolera.

—Ahora dejadme que os ate —dijo luego al soldado.

— ¿Queréis que me devoren los tigres?

— ¡Bah! Los tigres no son tan numerosos como crees. Además, tengo que tomar mis medidas para impedirte que me traiciones.



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